Habían acordado que cada 27 de abril volverían a reencontrarse.
Y todo empezaba como siempre, como cada año, en aquel andén soñado, en el que ya no importarían ni las obligaciones ni los deberes, ni las tareas ni las responsabilidades, ni el mañana ni lo que ya pasó que no fueran esos días.
Sólo ellos, que durante tantos años, y a lo largo de un sólo día, compartían secretos y verdades, esfuerzos y desidia, ansiedades y calma, desvelos y sueños, ideales y frustraciones, sol de poniente y viento de levante, pero sobre todo frases regaladas con tanto cariño que vivirían el resto de sus vidas llenos de lo mejor.
A lo largo de todo el año podrían haber coincidido en mil estaciones de paso, en mil enlaces de un tren que les podría haber hecho perder los papeles y las normas, olvidarse de aquello autoimpuesto, evitar situaciones deseadas, porque el destino o la vida, o ellos mismos por no saber, les negaron y decidieron rebelarse en forma de cita anual.
Aquella mañana, ella, apoyada la cabezada sobre el cristal del vagón y vislumbrando la luz de un amanecer somnoliento para el resto del mundo, se emocionaba al imaginarse con él, habitando palacios de cristal en los que los sueños serían la vida, sin más. Miraba al norte y en sus ojos se reflejaba el cielo rojizo, y el deseo la envolvía intensamente, encendiendo sus mejillas que se sonrojaban al compás acelerado de su corazón, deseoso de dar, ansioso por tomar.
Él la esperaba en el andén acariciando con su deseo la superficie del mundo soñado. Alentando la idea de que una estrella fugaz dejase de serlo y quedarse con ella para siempre, allí mismo, en aquella estación donde el rumor y el trasiego a su alrededor, las idas y venidas, los abrazos y sueños ajenos que se juntaban en aquel amplio hall de la estación, no se percibían, le eran ajenos, y sin embargo, su historia pertenecía a ese mundo, porque su vida misma empezaba y acababa allí, en el instante en que ella bajaba del tren.
Ella descendía nerviosa y él la contemplaba feliz, espléndida, tal y como la recordaba cada día del resto del año. Como en cada cita, el ritual implícito y cómplice no necesitaba palabras, sólo hablaban sus ojos, encendidos por el deseo retenido a punto de estallar, y en aquellos instantes, el mundo detenía su caos y les devolvía el paraíso en forma de abrazo. Y entonces él ya no la soñaba, la vivía, haciéndola estremecer, inundándola de besos aplazados sin fecha de caducidad.
Ese día, de cada año, vivían exprimiendo los minutos en aquel significativo andén de cuya historia eran testigos intermitentes, variables e inconstantes, los viajeros que, ajenos a su acordada y periódica historia, rodaban con sus vidas de un lado a otro, tejiendo relaciones cotidianas o quizá, quién sabe, viviendo una entrañable historia oculta como la suya.